viernes. 29.03.2024

Iago tiene 3 años y cree que el coronavirus es una "calabaza con patas y una boca enorme" que lo quiere comer, y aunque no entiende la dimensión del problema por el que han cerrado su colegio, lo que sí tiene claro es que no quiere volver.

 

Le gusta más sentarse en el coche familiar para conducir de mentira y escuchar las historias que le cuenta su madre, que es periodista, mientras teletrabaja en la provincia de A Coruña, la más afectada de Galicia por la enfermedad del Covid-19. Cualquier día normal Iago se levanta a las siete, se viste y desayuna, casi siempre a trompicones.

 

Pero hace ya tres semanas que el aislamiento social decretado para evitar la propagación del Covid-19 se ha convertido en una suerte de vacaciones para el pequeño, que ahora se levanta cuando quiere y ya no tiene que ponerse el uniforme a toda prisa.

 

Porque en este encierro total las normas se pueden ajustar a la nueva situación para que sea más llevadera, y ahora Iago ve la tele si le apetece, incluso ha tenido una especie de clase por videoconferencia con su tutora, Tere, y sus compañeros. Abrumado al principio por esta forma sobrevenida de enseñanza, Iago, que no articuló palabra durante toda la clase virtual, se reafirma:

 

"No quiero volver al colegio, me gusta más estar así", dice al finalizar la videoconferencia de poco más de media hora. Este método, implantado de forma generalizada para continuar con los temarios en colegios y universidades, no convence al pequeño: "Mamá, la clase en el ordenador es fea", afirma con contundencia.

 

A su madre le gustaría que estas clases fueran diarias y le dieran así un respiro para teletrabajar con algo más de concentración, sin tener que estar pendiente de Iago y de su hermano Eloy, de año y medio, que a estas alturas ya han aprobado el curso de travesuras con matrícula de honor.

 

Así, mientras esta madre periodista pegada a un ordenador portátil y sentada a la mesa del comedor sigue el hilo imparable de la información como si persiguiera el ansiado tren de alta velocidad gallego, sus hijos derraman el tomate frito por la alfombra, pintan las paredes con sus lápices de colores, desparraman el paquete de queso rallado por el suelo, rompen las plantas y los muñecos, y saltan en el sofá pese a los insistentes ruegos para que dejen de hacerlo.

 

Porque si hay algo que a un niño le motiva más que ninguna otra cosa es prohibirle hacer algo, la psicología inversa funciona a veces pero con algunos niños, como estos, ha dejado de ser ya una opción, por lo que su padre, que trabaja en Madrid y que la diosa fortuna hizo que viniera a A Coruña de fin de semana justo antes del confinamiento, lidia con los dos. A veces, no todas las que ella quisiera, Iago y Eloy se acercan a su madre para mirar cómo escribe.

 

"Mamá, deja el teléfono", le pide el mayor al mismo tiempo que su madre teclea a toda velocidad. En estos tiempos de coronavirus, al contrario de lo que ocurre en los hogares, en el trabajo ya casi no se habla por teléfono, es una deferencia que lleva un tiempo que ya no hay, así que la manera de coordinarse de inmediato con el resto del equipo es utilizando las mensajería instantánea, los chats, o los correos electrónico, y funciona.

 

Los dos niños se quedan a veces embelesados con los colores de las distintas pantallas que utiliza su madre, con noticias, editores, contactos, páginas web... y el sinfín de herramientas que conlleva el teletrabajo, y a veces cuelan sus deditos en el teclado y hacen otra fechoría que su madre resuelve paciente, qué remedio.

 

En sus planes para después del confinamiento está el de irse sola a cualquier sitio donde solo se escuche el viento, a sabiendas de que no será posible, es un sueño como los que tiene Iago, pero sin calabaza. A veces tiene pesadillas que terminan en llanto. "Mamá, hay una calabaza que tiene patas y me quiere comer", dice sollozando de madrugada mientras extiende los brazos para que su madre lo abrace y se lo lleve a dormir con ella.

 

Pero ya no vuelve a pegar ojo temeroso de que ese virus, del que tanto oye hablar, convertido para él en calabaza lo muerda y se lo coma.

 

Circulan por las redes y por internet innumerables y simpáticos monstruos para explicar a los niños lo que es el coronavirus y por qué estamos encerrados en casa, pero a Iago no le gustan los monstruos de ningún tipo. Incluso tiene una camiseta verde con uno que se pone para dormir y lo defienda durante la noche, sin éxito. Pese a todo y a excepción de esas noches de pesadilla, Iago disfruta de estos días de encierro.

 

Se levanta cuando quiere y desayuna helado mientras su madre le cuenta historias bonitas que le gustaría escribir pero para las que todavía faltan al menos dos meses, en el mejor de los casos, para dar por superada esta crisis sanitaria.

 

Lo que más le gusta a Iago es simular que conduce el coche de su madre, henchido de orgullo porque ya es mayor, mientras le dice adiós con la mano. Una y otra vez se despide contento, como si partiera hacia alguna parte, porque la imaginación es mucho más poderosa que las limitaciones que impone la realidad. Y en eso, los niños tienen ganada la partida a este obligado confinamiento, en el que los mayores se consumen atosigados por la rutina.

 

La cena y los interminables juegos acaban a medianoche, ese momento en el que todo calla, la televisión, los móviles, los dibujos, las panderetas y los coches de policía, para dar paso al ansiado sueño de las mil y una aventuras. Y así pasa Iago los minutos, los días, haciéndose mayor confinado en su paraíso sin ansia de regresar al colegio, mientras el mundo espera que la comunidad científica aporte tratamientos, vacunas o algún remedio para tan infernal enfermedad.

Mamá, no quiero volver al colegio