No había demasiados juguetes en casa de mi abuela. Tan solo un puñado de muñecas de plástico tan antiguas que habían perdido por completo el color. Recuerdo perfectamente cómo, sobre sus rostros anémicos, ella había retocado con rotulador las cejas, los labios y hasta las pestañas. Aquel arreglo les daba un aspecto fantasmagórico que las convertía en desafortunadas compañeras nocturnas para una niña como yo. Porque, todo hay que decirlo, no era precisamente una niña valiente. Y más de una de las noches que me quedé a dormir en su casa tuve que pegar una carrera de la cama a la cocina para huir de aquellos ojos que parecían mirarme fijamente en medio de la oscuridad. Al entrar, le daba conversación a mi abuela para disimular mi miedo.
—¿Qué haces, abuela?
—Poner los garbanzos en remojo.
—¿Para qué?
—Para que se pongan blandos y para que no os den muchos gases. Pero no me des conversación, niña, que hace un buen rato que deberías estar en la cama. ¿O no has visto lo tarde que es?
Y entonces me ponía la mano en la espalda, me empujaba dulcemente pasillo arriba hasta el dormitorio, se sentaba sobre aquella colcha plagada de flores que ella misma había bordado a mano, me acariciaba el pelo y me hablaba largo y tendido de su madre, que era «muy dispuesta». O de los huéspedes que llegaban a la posada familiar, incluidos contrabandistas de tabaco. O de lo bueno que era mi padre de pequeño y cómo la ayudaba cuidando a sus hermanos cuando se fueron a vivir a Barcelona. Y así hasta que yo caía sumida en un profundo sueño.
Mi abuela tenía muy claro que dejar los garbanzos en remojo, además de hidratar la fibra y reblandecerla, resolvía parte del problema. Pero también que no hay mejor antídoto contra los gases que una cocción larga y lenta que rompa los hidratos de carbono para descomponerlos en azúcares simples que sí seamos capaces de digerir
Al despertar, el sol ya asomaba entre las rendijas de la persiana. Y por el pasillo llegaba un delicioso olor a puchero con hierbabuena que invadía toda la casa. Cocinado en un perol gigante, a fuego lento, «porque sale mejor que en la olla exprés», justificaba ella.
Algo de razón llevaba. Resulta que las lentejas, los garbanzos, las alubias y los frijoles contienen abundantes hidratos de carbono (rafinosa, verbascosa y estaquiosa, entre otros) que los seres humanos no podemos transformar en azúcares asimilables. Eso significa que toda la responsabilidad de digerirlos recae sobre las bacterias que viven en nuestro aparato digestivo. Cuando estos microbios intestinales fermentan las fibras forman tantos gases que se nos hincha la tripa. Entre ellos el maloliente sulfuro de hidrógeno, que se expulsa al exterior en forma de flatulencias.
Cubierta del libro
Mi abuela tenía muy claro que dejar los garbanzos en remojo, además de hidratar la fibra y reblandecerla, resolvía parte del problema. Pero también que no hay mejor antídoto contra los gases que una cocción larga y lenta que rompa los hidratos de carbono para descomponerlos en azúcares simples que sí seamos capaces de digerir.
Por si acaso lo anterior no funcionaba, se guardaba un tercer as en la manga: el comino molido. Añadido a los platos, este ingrediente heredado de los árabes estimula la producción de ciertas enzimas pancreáticas que ayudan a digerir las fibras. Además, aportan un gustillo picante e intenso, común al kebab de cordero asado marroquí y al hummus de garbanzos que se prepara en Oriente Medio.
Otra cosa que mejora a fuego lento es el sabor. Cuando las legumbres hierven despacito entra en juego una enzima, la lipoxigenasa, que en contacto con la humedad y el oxígeno descompone los ácidos grasos no saturados en hexanal, hexanol y octanol. Por esos nombres quizá te cueste reconocerlos, pero se trata de las moléculas aromáticas responsables del inconfundible olor y sabor a legumbre de los potajes de toda la vida. Si nos damos demasiada prisa cocinándolas, corremos el riesgo de que el potaje resulte insípido.
Si además de cortar las verduras en pedazos menudos las introducimos previamente en el horno para que caramelicen, el caldo se convertirá en una auténtica fiesta para el paladar. Al caramelizar, el agua se elimina y los azúcares naturales de las verduras (sacarosa) se fragmentan en glucosa y fructosa
Y ya que hablamos de sabor, he aquí un atinado consejo: corta la verdura de los guisos en trocitos pequeños. De este modo, queda más superficie expuesta al caldo y los compuestos aromáticos de las hortalizas se difunden con mayor rapidez. Cuánto aumenta exactamente la velocidad puede calcularse aplicando una ley de la física descubierta en 1855, la ley de la difusión de Fick. Que, grosso modo, viene a decir que si se reduce el tamaño de las piezas a la mitad, la velocidad a la que se extrae el sabor se cuadruplica.
Traducido al lenguaje culinario, podemos concluir que, para obtener un caldo sabroso, es más eficaz cortar las verduras en mirepoix (cubos de aproximadamente un centímetro de lado), o incluso más pequeñas, y cocerlo todo durante una hora antes que mantener las verduras enteras cocinándose varias horas. Escuchar a la ciencia, en este caso, nos permite ahorrar tiempo y energía.
Si además de cortar las verduras en pedazos menudos las introducimos previamente en el horno para que caramelicen, el caldo se convertirá en una auténtica fiesta para el paladar. Al caramelizar, el agua se elimina y los azúcares naturales de las verduras (sacarosa) se fragmentan en glucosa y fructosa, que luego reaccionan hasta generar ese sabor y color tostado tan característicos. Tanto la cebolla como el nabo y la zanahoria son ricas en azúcares, y por eso dan excelente resultado en los guisos.
Remojo en bicarbonato
Casi olvido un detalle crucial de los rituales de mi abuela. Al poner en remojo los garbanzos y otras legumbres, acostumbraba a añadirle una cucharadita de bicarbonato al agua. ¿Por qué? Según ella, porque así lo hacía su madre, y antes la madre de su madre. Según la ciencia, para aprovechar varios fenómenos químicos.
Para empezar, las aguas que normalmente llamamos «duras» (ácidas) son ricas en calcio y magnesio, dos minerales que impiden que las legumbres secas se ablanden. Añadiendo bicarbonato sódico equilibramos el nivel de pH para que vuelvan a hidratarse con normalidad. Pero es que, además, el sodio debilita la pectina, la molécula que da consistencia a las frutas, los vegetales y las legumbres.
Al poner en remojo los garbanzos y otras legumbres, acostumbraba a añadirle una cucharadita de bicarbonato al agua. ¿Por qué? Según ella, porque así lo hacía su madre, y antes la madre de su madre. Según la ciencia, para aprovechar varios fenómenos químicos
Calculadora en mano, una ingeniera agrícola brasileña tradujo el efecto del bicarbonato a números. Y demostró que remojar durante 13 horas las alubias en agua con una concentración de 2,3 gramos de bicarbonato sódico por cada 100 mililitros de agua reduce en un 53 % el tiempo de cocción. Un efecto maravilloso, siempre que no se nos vaya la mano. Porque si nos pasamos con el bicarbonato se acaba dañando la tiamina, una vitamina del complejo B que facilita la transformación de los alimentos que consumimos en energía.
Lo que sí interesa que se diluya y desaparezca en el remojo previo a la cocción son los taninos. Se trata de antinutrientes que se unen a las proteínas e impiden que el estómago las digiera. Tan potente es su efecto que, en animales de laboratorio, consumir taninos en exceso reduce el crecimiento. Para colmo, también pueden actuar como antivitaminas, mermando las reservas hepáticas de vitamina A. La buena noticia es que en el remojo con agua y bicarbonato los taninos prácticamente se esfuman.
Una pizca de pimentón
Las nociones gastronómicas que adquirí de mi abuela las aprendí mirándola mientras se movía con desparpajo por la cocina. Porque hay que reconocer que aquella sabia mujer que conmigo hablaba por los codos, más dicharachera que el mismísimo Gustavo —el anfibio reportero de Barrio Sésamo—, era absolutamente parca en palabras cuando alguien le pedía que explicara una receta. Mi madre, que lo intentaba concienzudamente, apenas conseguía arrancarle instrucciones como «lo que te vaya pidiendo», «eso a ojo» o «solo una pizca». Y si la pizca se quedaba corta, entonces recomendaba «un buen puñao». Que, en su particular escala de unidades de medida, iba seguido por el «échale sin miedo».
Ilustración del libro, por Kim Amate.
Pues bien, a los potajes siempre les iba bien, según ella, esa mágica pizca de pimentón. La lanzaba al agua cual druida delante de un caldero. «Está rico, da color y es bueno para la vista», justificaba. «¿No te estarás confundiendo con las zanahorias, abuela?», apuntaba yo.
A los potajes siempre les iba bien, según ella, esa mágica pizca de pimentón. La lanzaba al agua cual druida delante de un caldero. «Está rico, da color y es bueno para la vista», justificaba
Ahora sé que no se confundía. Y que aquel polvo grana que trajeron Colón y los suyos del Nuevo Mundo como ofrenda a los Reyes Católicos, destaca por su contenido en betacaroteno, que una vez en el organismo se transforma en vitamina A. Eso explica por qué «contribuye al mantenimiento de la visión en condiciones normales», según la Fundación Española de Nutrición, que añade que esta especia, obtenida una vez se seca y se muele el pimiento rojo (Capsicum annuum), contiene licopeno, una sustancia química con propiedades antioxidantes.
Con pimentón o sin él, los potajes son siempre un dechado de virtudes. Para empezar, porque constituyen mejor fuente de carbohidratos que, por ejemplo, un plato de pasta. Resulta que los azúcares que contienen las legumbres se liberan de manera lenta y mantenida (lo que los expertos llaman bajo índice glucémico); por el contrario, una hogaza de pan blanco libera una súbita descarga de glucosa a la sangre (alto índice glucémico, en la jerga).
La diferencia no es baladí, porque la absorción rápida de carbohidratos genera una mayor demanda de insulina y el páncreas se sobreesfuerza, lo que podría favorecer la aparición de diabetes. Además de que hay estudios que relacionan el índice glucémico alto con un mayor riesgo de padecer enfermedades cardiovasculares y de que las arterias se endurezcan (aterosclerosis).
Otra consecuencia positiva de comer legumbres es que combaten el exceso de apetito. Un estudio del que se hacía eco la revista Obesity estimaba que nos saciamos un 31 % más cuando en nuestra dieta normal incorporamos 160 gramos diarios de lentejas, garbanzos o judías. Por raro que resulte, las proteínas vegetales pueden saciarnos más que las proteínas animales.
Al margen de que nos ayudan a conservar la línea con relativa facilidad, consumiendo legumbres también lo tenemos bastante más fácil para llegar a ser tan viejos como Matusalén. La razón es que son ricas en polifenoles. Y hay investigaciones que apuntan a que una dieta rica en polifenoles —por encima de 650 miligramos diarios, si queremos ser muy puntillosos—, reduce la mortalidad en un 30 %. Ahí es nada.
TOMA NOTA
Cómo asustar a las legumbres
La abuela Isabel nunca dejaba hervir el agua de las lentejas a borbotones. En cuanto que veía que dentro del perol la cosa empezaba a desmadrarse y que las legumbres daban saltos de un lado a otro sin control, anunciaba en voz alta aquello de: «¡Vamos a asustarlas!». Y justo a continuación, añadía medio vaso de agua fría que las dejaba paralizadas. Aunque no de miedo, claro.
Años más tarde aprendí que «asustar» significa añadir un líquido frío a un preparado en ebullición con el fin de que momentáneamente deje de cocer. Después de todo, si las legumbres no paran de dar tumbos, al final es inevitable que la piel u hollejo que las cubre acabe rompiéndose. Nada agradable para el paladar, la verdad sea dicha.
Ollas exprés vs. ollas de cocción lenta
La olla exprés no era santo de la devoción de mi abuela, como ya he dicho. «Nada de prisas en la cocina, mejor los peroles de toda la vida», argumentaba. Y con este prejuicio erróneo (y con rima) borró de un plumazo cualquier posibilidad de aprovechar las múltiples ventajas que nos proporciona este invento de 1919.
La ventaja más evidente es que reduce a una tercera parte o más el tiempo de cocción normal de un alimento. Pero si profundizamos un poco, lo realmente interesante es que, como nada se evapora, en la olla rápida los alimentos se cocinan sin deterioro alguno del sabor, el color y las propiedades nutricionales.
Cómo funciona el aparato se explica en dos brochazos. Lo esencial es entender que, aumentando la presión en su interior, el punto de ebullición del agua se eleva de los 100 °C normales a 120 °C o más. Básicamente, porque las moléculas de agua se empaquetan tan apelotonadas que hace falta mucho más calor para separarlas y que se evaporen. Esto aumenta la temperatura eficaz de cocción y acorta el tiempo que tardan en reblandecerse los alimentos.
Lo que me voy a quedar sin saber es lo que habría opinado mi abuela de su antagonista, la «moderna» olla lenta —slow cooker— que últimamente hace furor entre los cocinillas. Entrecomillo lo de «moderna» porque precisamente su filosofía consiste en integrar en la ajetreada vida actual aquel chup chup de toda la vida. Es decir, cocinar durante horas los estofados de carne y los potajes para sacarles todo el jugo. Pero con la ventaja añadida de que, al ser una olla eléctrica, no hay que estar pendiente del guiso. Basta con programar a qué hora empieza y a qué hora acaba y ella se ocupa del resto.
Fuente artículo: SInc