Últimamente, parece que el mayor deporte nacional es quejarse de la falta de trabajadores. Desde el sector de la hostelería hasta la construcción, pasando por la industria y la agricultura, los empresarios no hacen más que lamentarse: "Nadie quiere trabajar". Y claro, uno se pregunta si será cierto o si, por el contrario, la falta de "voluntarios" tiene más que ver con las condiciones que con las ganas. Porque, vamos a ser honestos: ¿quién se niega a ganarse la vida con un sueldo digno, un buen horario y un ambiente laboral respetuoso? Parece casi ciencia ficción, ¿verdad?
En Galicia, tierra de emigrantes y de los que siempre le echaron ganas al trabajo, ahora resulta que nos han malacostumbrado al sofá y al Netflix, o eso dicen. Porque, según algunos, aquí la gente prefiere estar en casa sin hacer nada antes que levantar una caja de marisco o servir un café con leche. Vaya, que no hemos aprendido nada de nuestros abuelos, esos que cruzaban el charco en busca de una oportunidad, aunque fuese lavando platos en Buenos Aires o recogiendo uvas en Suiza. Pero, ¿y si resulta que no es que no queramos trabajar, sino que no nos merece la pena?
Porque si miramos un poco más de cerca, las cosas empiezan a oler a percebes pasados. Un contrato temporal de dos meses, sin posibilidad de crecimiento, por un sueldo que apenas alcanza para pagar la gasolina y los bocatas de la semana… No parece precisamente un sueño hecho realidad. Si a eso le añadimos jornadas interminables, festivos que desaparecen como el humo y un trato que, en algunos casos, deja mucho que desear, ¿a quién le extraña que la gente prefiera quedarse en casa o buscar oportunidades fuera de nuestras fronteras?
Además, la retahíla de "nadie quiere trabajar" siempre viene de las mismas bocas: empresarios que, por lo visto, llevan años sin pisar una cola del paro o tener que rebuscar entre las monedas para llegar a fin de mes. Claro, desde el despacho, con aire acondicionado en verano y calefacción en invierno, todo parece más fácil. Quizá lo que falta no sean trabajadores, sino condiciones dignas para que la gente quiera quedarse.
En Galicia siempre nos hemos caracterizado por ser duros, por aguantar carros y carretas, pero incluso el más curtido percebeiro tiene un límite. Y ese límite parece haberse alcanzado. No se trata de que no queramos trabajar, se trata de que no queremos seguir haciéndolo a cualquier precio. Así que, a lo mejor, en vez de quejarse tanto, algunos deberían empezar a replantearse qué tipo de trabajo están ofreciendo.
Que al final, entre subir la inflación y bajar los sueldos, igual la falta de ganas no es el problema, sino la falta de un horizonte digno. Porque, como decía mi abuela, "aquí o nos ayudan, o se nos lleva la marea".
¿Será que tenemos mala suerte o, simplemente, estamos cansados de que nos tomen el pelo?